Hace unos días tuve la oportunidad de pasar una semana en Bruselas. Allí acudí junto con los compañeros del Máster de Comunicación Política y Corporativa (MCPC) de la Universidad de Navarra para participar en el apasionante programa ‘Engaging Europe‘, organizado en colaboración con la Graduate School of Political Management (GSPM) de la George Washington University. Una de las primeras cosas que me llamó la atención de la capital europea es su permanente estado de construcción. Ya lo había experimentado cuando hace seis años pasé por allí. Pero esa sensación se ha visto acrecentada en esta segunda visita.
De hecho, los residentes en Bruselas con los que tuve ocasión de charlar me lo confirmaron. «Bruselas siempre está en obras». Ese estado de permanente construcción pude observarlo en las inmediaciones del corazón europeo. La estación de Schuman, que recibe el nombre de uno de los padres de Europa, es ya un claro ejemplo de la situación.
Las paredes del metro están en su esqueleto de hormigón, no hay escaleras mecánicas funcionando, las barandillas son de madera de obra… Una vez ya fuera, al lado del edificio del Consejo de la UE (donde se reúnen los ministros), Justus Lipsius, se levanta una nueva sede en la Rue de la Loi. Allí se ubicará la sede del Consejo Europeo (que reúne a los jefes de Estado y Gobierno).
El nuevo edificio ha sido denominado como «el huevo de Hermann» (Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo), dada su forma ovalada. Su construcción envuelve al Residence Palace. Se trata de un edificio Art Déco que fue planeado como un conjunto de pisos de lujo, pero que tras cuyo escaso éxito comercial tuvo que ser reconvertido en un edificio ministerial del Gobierno belga. Una vez superadas las obras del Consejo, si uno sigue su camino por la Rue de la Loi, por la zona de las embajadas, enseguida percibe la permanente construcción a su alrededor.
Una ciudad que se construye suele ser aquella que está en crecimiento, que tiene un motivos para expandirse o reorganizarse y que obliga a sus infraestructuras a estar en permanente actualización. Bruselas es el ejemplo de ello. El proyecto europeo ha hecho de la capital belga un nexo de unión. Un centro de poder que se remodela y reurbaniza constantemente, para adaptarse a las nuevas necesidades de una Unión, que crece en extensión y número de miembros, pero también en competencias. La UE cada vez otorga un mayor poder a sus instituciones en los sucesivos tratados. Y estas instituciones tienden a centralizarse en Bruselas.
Por ejemplo, el Parlamento Europeo, hasta ahora dividido entre Bruselas y Estrasburgo, se plantea a día de hoy trasladar toda su actividad, para ahorrar costes, a Bruselas. Ya en 2001, en el Tratado de Niza, los jefes de Estado decidieron que las renuniones del Consejo Europeo, que hasta ese momento se celebraban en el país que ostentaba la presidencia rotatoria, tendrían lugar también en Bruselas. Eso, sumado a la ubicación tradicional de la Comisión, con centro de operaciones en el descomunal edificio Berlaymont, sitúa a Bruselas definitivamente en el centro de las decisiones tomadas en la UE. O lo que es lo mismo, en una auténtica capital.
Bruselas representa la expansión de la Europa unida en todos los sentidos. El aumento de poder de los engranajes comunitarios. Al tiempo que el proyecto de Europa se construye, no sin sobresaltos, la ciudad lo hace con él. Y el cada vez mayor paso que tiene la Unión en la vida de los europeos –el 80% de las leyes que afectan a los europeos tienen su origen en las instituciones comunitarias– se demuestra en el mayor peso que gana Bruselas.
La capital europea rebosa vida por los cuatro costados. Pasear por sus calles da la oportunidad de cruzarse con gentes de mil procedencias, unidas por una causa el proyecto europeo. Un proyecto que aunque la crisis haya amenazado, saldrá reforzado de ésta. Europa aún tiene mucho que decir. Y Bruselas también.